NIEBLA ESMERALDA
VIAJES Y VIAJEROS
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Decía Jack Kerouac que la mejor estación para emprender una travesía es la primavera, cuando la lona de los curtidos macutos de viaje se libera de la humedad invernal que la entumece, cuando los caminos y las flores se abren al sol resucitado. Pero entonces no me interesaba contemplar aperturas épicas en la llanura norteamericana, sino ver de cerca la celda cristalina donde se hallaba prisionera la selva, palpar los barrotes de hielo de aquella selva secreta y polifónica por donde vagó, furtivo, James Joyce hasta que, preñado de soledad, fue a sentarse bajo un árbol, y tras restregarse los ojos enfermos, escribió: “¡Partir! ¡Partir! Un hechizo de brazos y de voces. Brazos blancos de los caminos, promesa de estrechos abrazos, y brazos negros de los enormes buques que, levantados contra la luna, hablan de otros países apartados. Y están extendidos para decirme: Estamos solos, ¡ven!”.

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No esperé a la primavera. Llegué a Dublín la tarde del 22 de diciembre con la certeza de que el bombo de Madrid no me había hecho millonario. En cubierta, justo antes de desembarcar, me saludó la brisa húmeda y cortante de un crepúsculo prematuro. Unos mendigos agrupados en torno a una hoguera que ardía al otro lado del muelle nos daban la bienvenida con risotadas empapadas de alcohol, agitando los brazos como marionetas rotas entre las sombras del fuego. Canales de agua negra e intranquila, anuncios de cerveza Guinness, parterres de hierba vigorosa, superviviente de heladas repetidas, chimeneas de ladrillo rojo y adoquines decimonónicos que brillan con la luna. En un bolsillo, la piedra. En el otro, el Retrato del artista adolescente, traducido por Dámaso Alonso, y un papel con las indicaciones a mano para llegar hasta el condado de Kildare, que albergaba la gélida selva color esmeralda donde creció el maestro.
“Fíjate en su interior”, me dijo aquel día el traficante de joyas. “¿Lo ves?”. Sí. Aquella pequeña esmeralda guardaba algo dentro. Algo vivo, algo helado. El traficante de joyas había desplegado todo el material sobre un tapete de terciopelo, en una mesa grande, antes de que yo llegara, y por eso me sentía incómodo, como quien entra en una tienda y es recibido con todos los estantes abiertos. Tomó un trago de agua mientras yo contemplaba la fortuna expuesta, y vio cómo escrutaba la pieza más llamativa, una esmeralda grande. Pero él me hizo volver a aquella, más modesta pero más viva. “Fíjate otra vez. Tiene selva”. Sí, tenía vida, matices, dibujos cristalinos. Selva. Así decidí comprar mi primera joya e ir a conocer la mayor esmeralda del mundo, la isla esmeralda.

En eso pensaba cuando el taxi se detuvo en pleno campo, al pie de un camino. Frente a nosotros, colinas verdes, cuyo color intenso empieza ya a apagarse a las dos de la tarde. Pregunto por qué paramos y el conductor me recuerda lo que he dicho horas antes: quiero fotografiar un río, ¿no? Sí. Salgo del coche y camino hasta el puente. Un canal de aguas quietas administrado por una vieja esclusa de hierro con cien capas de pintura negra. Las márgenes están tupidas de verdor, y las plantas parecen conjurarse para invadir la lengua de agua. Al cabo de una hora larga de curvas y silencio irlandés llegamos a las puertas del colegio de Clongowes Wood, en Sallins. Un prado esmeralda sobre el que flota, en medio de la niebla, el edificio rancio y monumental. Tras él se adivina el campo de rugby, y más allá, en el confin de la bruma, los primeros árboles oscuros y desdibujados de la selva.
El edificio viejo está construido sobre frío puro. Es imposible imaginarse estas cristaleras, estos muros de severidad jesuita en agosto. Porque las propias tapias impiden la entrada al verano. En el ala nueva, pasamanos de cemento abrillantados por el uso, pasillos con fluorescentes, tablones de anuncios y radiadores grises. El cuarto de fumadores, único lugar del Clongowes donde se permite a los alumnos consumir tabaco, es una mazmorra vacía que da al patio, con las paredes descarnadas y el picaporte roto a posta por la institución. Y al fin la galería de alumnos ilustres. En un caprichoso pasillo serpenteante con ventanas cuadradas por las que entra la escasa luz que da la niebla, el retrato de Joyce “el eximio”, como lo llama el portero del colegio. “La vida es un río –continúa-, un río con sus meandros, como las curvas de este pasillo. ¿Ven a este señor? ¿Se acuerdan de aquel dirigente soviético que protestó una vez en la ONU dando zapatazos a la mesa? Pues él era el secretario general en esa época”.

A la salida, el taxista adivinó en mi mirada que necesitaba un buen trago, y me llevó al abrevadero más cercano, distante varios kilómetros. Resultó ser una casa completamente aislada, una posada de dos pisos con chimenea y decoración cargada. El olor de la selva esmeralda que nos abrazaba, norteña y frígida, se fundía con el chisporroteo de los troncos en el fuego y el vapor dulce del whisky de malta. James Joyce, o Stephen Dédalus, “desde la ventana del vestuario, estaba mirando hacia el pradillo de enfrente adornado con hileras de farolillos a la veneciana”.

 
 

Claudio Colina Pontes
Artículo perteneciente a la colección "Cartas a un pelágico" Campaña comercio justo

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