Bosco se acopla sus auriculares y da rienda suelta
a la música enlatada en su MP3. Carlota recrimina a su hijo
por no dejar que el sonido de la ciudad penetre en su mente. Sin
el sonido, no conocerá esta ciudad. Su percepción
será incompleta. No parece importarle el ruido de la vitalidad
de las calles. Él se lo pierde.
Carlota abre los oídos de su corazón-que
son más profundos que los de los laterales de su cabeza-y
se deja seducir por los sonidos. Invita al pedaleo pausado de quienes
van al trabajo, al caminar lento de un caballo que tira de un carro,
a la voz de las conversaciones. Esporádicamente se cuela
un coche asmático. El tráfico respira suavemente,
sin estertores.
Los pies se deslizan al ritmo de una guaracha e
imagina que quienes bailan lo hacen montados en una fina nube que
apenas provoca un susurro de suelas gastadas. Más allá,
la guitarra, el cuatro, las maracas y la clave se abrazan en un
son de notas sentidas. Su letra es la de una escena cotidiana. Para
el amor está el bolero. Sólo hay que esperar a que
termine la pieza anterior.
La dulzura se manifiesta en las voces tiernas:
amigo, brother, mi amor, mi helmano.
El sol ilumina el pelo dorado de Beby y achicharra
la cabeza de Tony. Todos nos protegemos con nuestras gorras y sombreros.
El peligro de una insolación es tan cierto como la prolongada
presencia española en la ciudad. No es sólo cosa del
pasado. El revitalizado rostro de las fachadas del Barrio Colonial,
de la Habana Vieja, debe mucho a la ayuda española. Hace
años se desmoronaba por la acción conjunta de la humedad
y la desidia. No se puede afirmar cuál de las dos fue más
dañina. El mantenimiento brillaba por su ausencia y los muros
se mostraban gangrenados. El peligro de derrumbe era inminente.
Regresa el esplendor a la piedra, a los sillares
sobrios, a los adornos barrocos, a los colores vibrantes que contrastan
con el blanco de los edificios clásicos. Las sonrisas diáfanas
y sinceras de los habitantes tienen ahora sentido y son prolongación
de las risueñas paredes.
La Habana Vieja es una sucesión de iglesias,
palacios, tiendas, hoteles y restaurantes. Ha tomado una dimensión
más vivible. No es un compartimento de exhibición
que expulsa a los visitantes al caer la noche. Prolonga la vida
con la iluminación, los cantantes, los transeúntes
curiosos, los enamorados y los habitantes noctámbulos. Y
la magia, que siempre tiene un hueco en estas calles y que se viste
de oscuro al caer la tarde.
La cuadrícula imperfecta con su eje en las
plazas de Armas y de la Catedral impide perderse y racionaliza la
estética. Se concentra en rectas y perpendiculares. Puedes
elegir el sistema que quieras para recorrer la parrilla empedrada
pero el consejo es que te dejes llevar por la intuición y
los sentidos, que trabajan para darte una visión si no completa,
sí acorde con las fuerzas del inconsciente, de esa segunda
capa de nuestro intelecto que no controlamos. La Habana no es ciudad
para reprimir los impulsos más extraños, más
inconcebibles, menos explicables. Simplemente avanza o detente,
observa y empapa tu ser.
Una primera etapa conduce hasta la Catedral. Compendio
de las iglesias y del rasgo religioso que, mezclado con otras creencias,
está presente en los cubanos y los habaneros.
La
antigua Audiencia es ahora un restaurante y bajo las palmeras se
deleitan los turistas con una bebida fría. Podría
ser un patio castellano de poderosos sillares, arcos altivos y sonoridades
coloniales. Una estructura que se repite en los palacios más
antiguos. Es otra parte de nuestra herencia: piedra y espíritu.
La herencia también se aprecia en las casas de balcones de
madera. Muy canarios, por cierto.
Amelia será nuestra cicerone. Su padre,
Romualdo, nuestro conductor. Y el caballo, nuestra fuerza de tracción.
En la plaza de san Francisco, frente a la Terminal,
se agolpa un regimiento de guías, conductores, amigos y parásitos
cuyo único fin es captar a los turistas y encauzarlos en
una visita por la ciudad. Las alternativas van desde un turismo
o un bus hasta un coche de caballos. Y como está reciente
el enlace, la solución será la más romántica.
Antes de elegir has pasado por los discursos de unos y de otros,
las virtudes de su carro y el precio sin competencia de todos. Amelia
y Romualdo nos han parecido gente honrada y encantadora. Tony ha
cerrado el trato cuando empezábamos a desesperarnos.
Amelia es de tez andaluza, atractiva, lánguida,
de sonrisa esbozada y ojos penetrantes. Lástima que sus caderas
sean opulentas y no vayan en consonancia con su rostro. Con amabilidad
caribeña nos mostrará la ciudad. Déjate robar
el corazón por La Habana. No te traicionará. Sólo
si te entregas a ella te querrá y no te abandonará
su recuerdo de por vida. Déjate atrapar por su gente y por
sus calles, por su ritmo.
A un perseverante paso de carreta, en un landó
de otras generaciones, nos instruimos en las curiosidades de La
Habana.
Por
la Alameda de Paula hasta el otro San Francisco, por Desamparados
hasta la casa de José Martí, tan presente en la ciudad
que su nombre se repite con insistencia. Hemos pasado las dependencias
del puerto, saltado un barrio sin muchos servicios básicos.
Frente a la Estación Central de Ferrocarril descendemos.
Una turba de estudiantes se despide de sus padres para ir al colegio.
Se inicia la escuela. Estampida de talento joven.
La casa de Martí es modesta aunque ya la
quisieran muchos. Brilla su reciente pintura amarilla y el ribete
de las ventanas azules. El padre de la Independencia debió
ser un hombre de clase media y un tono lírico tan entusiasta
como libertario. Recordamos la letra de Guantanamera y al hombre
sincero de donde crece la palma.
Por Egido llegamos hasta el Capitolio. Washington se ha trasladado
al Caribe y su alta cúpula no tiene competencia con los edificios
circundantes. Hasta la Revolución fue la Cámara de
Representantes y el Senado. Posteriormente, Academia de Ciencias
y Museo de Ciencias Naturales Felipe Poey. Dos esculturas de bronce
y destacado simbolismo, La virtud tutelar del pueblo y El progreso
de la actividad humana, flanquean la entrada. Desde lo alto de las
escaleras observamos la plaza y los edificios de enfrente.
En su interior descansa una gigantesca escultura
de alusiones revolucionarias y un amplio espacio vacío. Los
salones darían para una gran fiesta. Pero permanecen dormidos.
Al menos se combate bien el calor en su interior. Nos hemos ganado
la primera cerveza del día en la terraza. Charlamos con los
camareros.
Antonio
alza la cabeza con aburrimiento. Está infinitamente cansado.
Su cuerpo no da para más. La juerga de ayer debió
ser histórica. Y esta historia le trae sin cuidado.
Cerquita
está el Centro Gallego (y no olvides que también estuvo
a un paso el Asturiano). Lo que fue el Centro porque también
ha cambiado de inquilinos: el Liceo de La Habana Vieja, el Gran
Teatro García Lorca, el Ballet y la Opera Nacionales. Los
gallegos, o sea, los españoles, podemos estar orgullosos
del nuevo uso.
José Martí reaparece en el Parque
Central. Le guarda las espaldas el Hotel Inglaterra. Si no fuera
por la cerveza descansaríamos en este remanso de paz de la
más alta categoría.
Con algo más de tiempo bajaríamos
por Prado hasta el Malecón, un paseo tan clásico que
se refleja en las canciones populares. Recuerdo haber hecho ese
paseo. Y encontrar el Granma, el yate legendario en el que alcanzaron
la isla Fidel y sus compañeros. En honor a sus servicios
se le concedió su nombre al periódico del aparato
del Partido. También se le permitió un retiro digno
en la urna de cristal donde se conservan otros vestigios de aquella
aventura que expulsó a Batista e instauró al presente
régimen.
Los edificios que configuran el ensanche de La
Habana son soberbios. No creo que le llamen así a esta zona
que dio empaque y personalidad a la ciudad. Antes y después
de la Independencia estos edificios convirtieron a La Habana en
la ciudad más hermosa de América. Un paseo, aquél
que ahora recuerdo, me trae la Gran Vía madrileña
a la mente. Quizá sean contemporáneas. Fachadas finamente
decoradas, elegancia, muestra de una burguesía que progresaba.
La puerta ceremonial parece un decorado abandonado.
Cuesta asociar la cultura china con la caribeña. Sin embargo,
este barrio tiene una antigüedad de más de un siglo.
Los primeros orientales fueron traídos a cortar caña
y luego se establecieron como comerciantes.
Abandono es lo que rezuma. Es una curiosidad melancólica.
Sus habitantes emigraron o han envejecido tanto que no salen a la
calle. O quizá no quieren comprobar el grado de deterioro
que su barrio sufre. Tiendas y restaurantes chinos son un recuerdo.
Los intentos de reflotarlo son vanos. ¿Quién se acuerda
del teatro chino?
Aleros de esquinas levantadas, farolillos, caracteres
orientales, aromas que palian el olor a suciedad, rojo intenso,
dragones, el Cuchillo de Zanja, el boulevard, una farmacia. Al lento
trote del caballo pasan ante nuestros ojos.
En el Kwong Wah Po, el periódico editado
en chino, nos informarán de la actualidad de este colectivo.
Si podemos traducirlo, claro.
La ciudad es rica en mensajes. Honra con entusiasmo
a sus héroes históricos: Martí, el Che Guevara,
generales a caballo, patriotas…
Continuamente muestra su orgullo con frases dirigidas
al enemigo norteamericano, al yankee: “Revolución o
muerte”; “Señores imperialistas no les tenemos
miedo”. Parece que va a derrumbarse en cualquier momento pero
eso no ha afectado a su corazoncito.
“Esta es una isla de equívocos dichos
por un tartamudo borracho que siempre significan lo mismo”,
decía Cabrera Infante. El equívoco es ley de vida
en un pueblo que sufre racionamiento. Siempre han reivindicado el
alimento y la dignidad pero el tartamudeo no ha conseguido que sea
captado el mensaje por los dirigentes.
Que alimenten menos con mensajes y más con
progreso.
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