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LOS SIETE PILARES DE LA SABIDURIA

 

La travesía del Wadi Rum

"Cabalgábamos en dirección a Rumm, los abrevaderos septentrionales de los Beni Atiyeh, un lugar que excitaba mis pensamientos pues hasta los pocos sentimentales Houeitat me habían dicho que era bello. Penetraríamos allí por la mañana (...)
   Apenas había despuntado el día ya cabalgábamos, entre dos grandes cimas de piedra arenisca, hasta el pie del largo y suave declive que arrancaba de las cúpulas montañosas que emergían frente a nosotros. todo estaba cubierto de tamariscos. Era, decían, el comienzo del valle de Rumm. Miramos hacia la izquierda, en dirección a un largo muro rocoso que se arqueaba como una ola de trescientos metros hacia el centro del valle. El otro arco, a mano derecha, estaba constituido por una línea opuesta de empinadas montañas rojizas. Ascendimos por el declive, abriéndonos paso a través de la quebradiza maleza.
   A medida que marchábamos, los arbustos se fueron agrupando en matorrales cuyas hojas adquirían un tinte verde más puro por contraste con las parcelas de arena, de un alegre y delicado color rosa. La pendiente era cada vez más suave, hasta que el valle se convirtió en un confinado corredor. Las sierras a mano derecha se hicieron más altas y pornunciadas, perfecta réplica del otro lado, que se erguía formando una maciza muralla bermeja. Ambos lados se mantenían paralelos, separados sólo por una distancia de cuatro kilómetros, y luego, sobresaliendo gradualmente hasta que sus parapetos quedaban a unos trescientos metros de altura por encima de nosotros, avanzaban por una avenida de muchos kilómetros de longitud.
   No eran uniformes muros rocosos, sino que estaban construidos en diferentes secciones, en despeñaderos parecidos a gigantescos edificios, a ambos lados de esta calle. Profundos pasadizos de veinte metros de anchura dividían los despeñaderos, cuyos planos había trabajado el tiempo formando ábsides y entradas, y enriqueciéndo- los con tallas y hueco-relieves. Las cavernas, que se abrían a gran altura sobre el precipicio, eran redondas como ventanas: otras, cerca del pie, se abrían como puertas. Manchas oscuras se desparramaban por la sombreada fachada en una extensión de centenares de metros, como accidentes producidos por el uso. Los riscos estaban estriados verticalmente con su masa de roca granular; generalmente descansaban sobre setenta metros de una piedra más oscura y de contextura más apretada. A diferencia de la piedra arenisca, este plinto no colgaba en pliegues, como una tela, sino que se decantaba en movedizas salientes horizontales que recordaban la base de un muro.
   Los riscos terminaban en cúpulas, de un rojo menos ardiente que el resto de la montaña; más bien grises y apagadas. Estas cúpulas daban, a este irresistible lugar, a esta vía religiosa que superaba toda imaginación, la última apariencia de una arquitectura bizantina. Los ejércitos árabes se habrían perdido en su amplitud y una escuadrilla de aviones habría podido volar en formación dentro de sus muros. Nuestra pequeña caravana intimidada quedaba envuelta en un silencio mortal, asustada y avergonzada de ostentar su pequeñez en presencia de tan maravillosas sierras. (...)
   Aquel día cabalgábamos durante muchas horas mientras las perspectivas se hacían, según un plan ordenado, mayores y magníficas, hasta que una brecha abierta súbita- mente en un risco a mano derecha nos brindó una nueva maravilla. Esta abertura, de acaso trescientos metros de ancho, era como una grieta en el muro y conducía a un anfiteatro de forma ovalada y escasa altura en la parte delantera, pero muy elevado a ambos lados. Las paredes eran precipicios, como todos los muros de Rumm, pero parecían aun mayores, pues el foso se encontraba en el corazón mismo de una colina y su pequeñez hacía abrumadoras las alturas circundantes.(...)
 

CAPITULO LXIII
 

  (...) Durante el ocio a que le condenó nuestra ausencia, Lewis había explorado el risco y había traido la noticia de que los manantiales eran excelentes para un baño. Así pues, para limpiarme del polvo y de la tensión que me habían producido los largos viajes, fui directamente a la hondonada que se abría frente a la montaña, a lo largo del ruinoso muro por el que un canalón de agua se había precipitado antaño, después de deslizarse por los bordes, sobre un pozo nabateo a ras del suelo del valle. Era una ascensión de quince minutos para una persona fatigada y no resultaba difícil. En la cima, la cascada, el Shellala, como la llamaban los árabes, estaba sólo a unos metros de distancia.
   El ruido que producía la caida torrencial llegó hasta mis oídos desde la izquierda, donde sobresalía un bastión sobre cuya fachada enrojecida se arrastraban largas grímpolas de verdes hojas. El sendero lo bordeaba por una socavada prominencia. Sobre la combada roca resaltaban unas inscripciones nabateas y una superfície donde estaba grabado un monograma o símbolo. Alrededor y encima se divisaban inscripciones árabes, incluso marcas tribales, testimonio de olvidadas migraciones..."
 

Thomas Edward Lawrence

Antes de alistarse en el ejército inglés para participar en la campaña de Afríca de la Primera Guerra Mundial, Thomas Edward Lawrence ya había visitado Oriente Próximo y había estado en contacto con el mundo árabe a causa de su interés por la Arqueología y la Historia. Se había doctorado en Historia en Oxford, y gracias al director del museo Ashmolean, D.G. Hogarth, pudo participar en las excavaciones de la misión inglesa en Karkemish (Siria) desde 1910 a 1913. En aquellos años ya escribió una primera versión de "Los siete pilares de la sabiduría", perdida después, una narración de viajes muy alejada de la versión que hoy se conserva. Poco después de regresar a Londres en 1914 parte hacia el Sinai en una expedición que, con la excusa de hacer un estudio cartográfico se dedicaría a espiar las bases y las fuerzas turcas en la zona. Cuando se integre en el ejército, un año después, pronto será elegido como el hombre idóneo para llevar a cabo una compleja misión que le tendría ocupado tres años: sublevar a las tribus árabes contra el Imperio Turco. Su espíritu tenaz y apasionado, así como su amor hacia el pueblo árabe le llevaría a una epopeya mucho más difícil y comprometida que el encargo inicial de sus superiores. Tal como puede leerse en "Los siete pilares", sus dudas sobre el verdadero carácter de la misión empezaron muy pronto. En realidad él fue consciente siempre de que estaba haciéndole el trabajo sucio al imperialismo británico para que, una vez derrotados los turcos en Siria, los ingleses quedasen como dueños de la región. Por ello en varios lugares del libro aparecen sus remordimientos de conciencia y sus intentos de advertir, de manera sutíl, a los árabes, así como algunas protestas hacia sus superiores. Cuando por fín, en octubre de 1917, llega a Damasco, abandonada su vez por los soldados turcos, intenta proteger a sus amigos los árabes frente a la voracidad colonial británica, pero al tiempo, la llegada de Allenby unos días después para hacerse cargo del mando en Damasco le supone un verdadero alivio, pues le descarga de las responsabilidades de ejercer un poder que le abruma y le incomoda.
   No obstante, tras su regreso inmediato a Inglaterra luchará, durante mucho tiempo, por el reconocimiento de la soberanía del pueblo árabe sobre sus propias tierras. Decepcionado por el rumbo que toman los acontecimientos en Oriente Próximo, se enrola en diversos cuerpos del ejército (aviación, tanques, infantería), viaja a la India e incluso cambia varias veces de identidad, mientras va corrigiendo y mutilando, una y otra vez, "Los siete pilares". En 1935, cuando ya se había retirado de casi todas sus actividades, un accidente de motocicleta acabo con su vida.

LAWRENCE, T. E., Los siete pilares de la sabiduría, Ediciones Libertarias, Madrid, 1990, pp. 429-436.