Interrail
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Volvía a tener ese sueño...

No dijo nada. Simplemente me miró con sus ojos eternamente tristes que, sin embargo, en ese instante, parecían haber dado un paso más hacia sí mismos.

- ¿Lo comprendes?
- Claro que sí, Antonio.

El tren llegó a la estación. Se echó su macuto al hombro y con titubeante desconcierto, subió las escaleras. Lentamente. A partir de ese instante, él continuaría solo. Poco después sonó el pitido y el tren comenzó a moverse. Miró por la ventana de su compartimiento buscándome: fue un instante, un descuido tal vez, pero sus ojos no pudieron disimular una leve, casi imperceptible, expresión de rencor, de inconformidad reprimida, que se esfumó casi de inmediato en una amplia sonrisa de adiós, como si nada realmente hubiera pasado.

Volvía a tener ese sueño. Soñaba con esa escena que una vez fue real. Cuando puse fin, abruptamente, a todas aquellas promesas de aventura... Tan sólo unos días antes de nuestra partida hacia Europa, yo había conocido a Bea, una noche, en una de esas fiestas universitarias de final de curso. Después nos encontramos para almorzar y no nos despedimos hasta el día siguiente por la mañana, con las ropas manchadas de tierra y césped. Se lo comuniqué a Félix una mañana gris, hundida en niebla, como una perdida y lejana Atlántida. Bea y yo, aquella noche, habíamos extraviado la noción del tiempo: quedamos atrapados en el parque del Retiro e hicimos varias veces el amor, como yo jamás antes lo había hecho...

Quedó embarazada poco después de mi vuelta y temí la reacción de mi padre. Sin embargo, le hizo mucha ilusión la idea de convertirse en abuelo tan inesperada y prematuramente. Gracias su ayuda inestimable, conseguí aprobar esas oposiciones en tan sólo dos convocatorias y, siguiendo sus propios pasos, comencé a escalar puestos en la administración del estado. A él tampoco le fueron mal las cosas, ya que alcanzó su sueño de hacerse con una cartera ministerial. Sin embargo, no sabía por qué, yo volvía a soñar con esa misma escena, algunas veces. Ese sueño. Como una obsesión inexplicable, fija e imborrable en mi mente. Durante todos aquellos años, se repetía el momento de mi última conversación con Félix durante nuestro breve Interrail: yo le explicaba mis razones y él siempre hacía como un leve ademán de querer decirme algo que se quedaba en un gesto, en una intención apenas perceptible, pues finalmente su imagen- o el recuerdo de su imagen- no se decidía. Y callaba.

Volvía a tener ese sueño. Pasaban los años. Los éxitos de mi padre se multiplicaban exponencialmente mientras yo, a veces, soñaba con Félix, con esa mañana de mi juventud cada vez más remota... Subía al vagón. Sonaba el pitido, el tren arrancaba- en el sueño Félix casi nunca buscaba mis ojos tras el cristal del compartimiento- y, lentamente, se fundía con la niebla... Y ni siquiera el cambio del partido en el poder... Mi padre supo cultivar muy bien su imagen de tecnócrata pragmático y eficaz, ajeno por completo a unas ideologías que, por otra parte, parecían haber muerto para siempre. Mas yo volvía a soñar. Algunas noches, la juventud rodaba por mis venas como por los raíles de un tren. El tren, los grises vagones que, tras cruzar el horizonte, se convertían en niebla y, como esa misma bruma inaprensible, las palabras jamás pronunciadas de Félix, junto al rumor de que mi padre había sido visto en un conocido restaurante cenando con una preciosa mujer muchos años más joven que, por supuesto, no creí. Un mes después, planteaba el divorcio a mi madre. Y aquel vergonzoso espectáculo de lujos y derroches, tan ajeno a su habitual austeridad. Y esas escuchas telefónicas que finalmente le delataron y mostraron al mundo quien era realmente. Le vi por televisión salir de su nuevo piso, cercado por dos agentes de la policía y esposado como un vulgar ratero.

No comía, dormía mal, no era capaz de concentrarme en el trabajo ni en las necesidades de mi familia. Tuve una brutal discusión con Bea. Salí de mi casa, comencé a vagar por ahí, sin rumbo, y en un vagón de metro, al que no recuerdo bien como llegué, volví a verle, después todos aquellos años... Absorto en sus pensamientos, no se percató de mi presencia que se bajó sin decirle nada en la siguiente estación. Sus ojos eran mucho más tristes: parecían haberse adentrado miles de kilómetros hacia sí mismos...

Esa noche, sin embargo, conseguí dormir: como siempre, estábamos en el andén de aquella vieja estación y yo le explicaba que quería volver a Madrid porque me había enamorado de Bea. Sin embargo, esta vez, después de tanto tiempo, Félix -o el recuerdo de Félix convertido en imagen- se decidía a hablar:

“No, Antonio, tú no estás enamorado de Bea. Te has creado la ilusión de ese amor porque quieres seguir siendo el nene bueno y obediente de papá. Si continúas el viaje conmigo, temes que pase lo que puede pasar entre nosotros y tienes miedo de enfrente a ti mismo y pavor a enfrentarte a tu padre... “

Llegó el tren a la estación. Se echó el macuto al hombro con una decisión inesperada y magnética que pareció arrastrarme como si fuera un tornado. Y le seguí, invadido de repente por una extraña y al mismo tiempo placentera paz. Subimos al tren. Nos acomodamos en el compartimiento. Miré sonriendo hacia la estación donde ya nunca más volvería a quedarme mientras arrancaba aquel tren: la bruma, en el horizonte, parecía haberse disipado de pronto.

Y deseé, por un instante, más que nada en el mundo, rodar junto a él por los raíles de acero, entre los campos verdes y luminosos de Italia, donde el sol, disperso en el rocío de la las flores, los frutos y las hojas, brillaba como un firmamento terrestre de multicolores estrellas a medida que el tren lo atravesaba al galope. Me despertó el teléfono que timbraba en el salón.

La voz, al otro lado, sonó como un golpe brutal que se adelantó a la imagen de Félix cayendo desde una terraza que, en pocos instantes, se formó en mi mente.

Ya no volví a tener ese sueño . Nunca más.

Jorge Díaz Leza
georgediazleza@yahoo.es

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