NÁPOLES
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A LOS PIES DEL VOLCÁN

Aquel día el Vesubio tenía un penacho blanco brillante, el sol de diciembre sacaba destellos de la nieve de su cima y el viento que soplaba desde el sureste llegaba a la ciudad helado por el volcán. El invierno había trocado el calor y el olor de azufre habituales por una capa blanca que cubría la montaña hasta media falda. La luz, fría, azulada, acariciaba los edificios sin excederse, y en consecuencia las sombras parecían hechas de encargo para agradar a los fotógrafos.

Caminábamos por una calle estrechísima, tal vez la Vía San Biagio dei Librai, azuzados por el aire, las manos en los guantes, cuando un aroma intenso a café nos atrajo hacia un pequeño bar. El dueño, un señor mayor con ganas de agradar al turista y gran sentido comercial, se ofreció a explicarnos cómo se toma un verdadero café napolitano: taza pequeña de paredes gruesas, calentada con agua o en el microondas antes de usarla, café puro muy concentrado, solo y por supuesto sin azúcar. Un café para no olvidar. Nos lo tomamos e incluso le compramos una taza de aquellas diminutas, con paredes de medio centímetro de ancho. Salimos a la calle dispuestos a afrontar sin temor el aire gélido que nos enviaba el volcán dormido. Un poco más adelante nos esperaba la encantadora Piazzeta del Nilo, con una estatua personificación del río africano erguida en el lugar donde se dice que unos comerciantes de Alejandría fundaron una colonia en la Antigüedad. En la plaza la iglesia de San Angelo a Nilo sorprende por su portada de gótico catalano-aragonés. Así es todo en Nápoles, un mosaico de aromas intensos, estilos entrecruzados, pequeñas leyendas e iglesias y palacios testigos de tiempos crueles y largas disputas dinásticas.

El corazón de Nápoles reúne en su interior la vieja colonia griega (Paleópolis) y la nueva (Neápolis), y de ésta última tomó el nombre, aunque una leyenda atribuye su fundación a la sirena Parténope (de ahí lo de partenopea). Griegos, romanos, bizantinos y normandos dejaron huella a orillas del golfo. En el siglo XIII comenzaron las disputas entre franceses y aragoneses que marcarían el Reino de Nápoles durante varios siglos. Primero perteneció a Carlos de Anjou, fundador de la dinastía angevina, y en 1442 pasó a manos de Alfonso el Magnánimo, rey de Aragón. Durante más de cincuenta años Nápoles perteneció a las coronas francesa o aragonesa, alternativamente, hasta que en 1504 las tropas de los Reyes Católicos afianzaron el poder de Aragón para varios siglos.
En 1704 comenzó la etapa de mayor esplendor para la ciudad y por extensión para todo el reino. Ese año llegaba a Nápoles el infante Carlos de Borbón (futuro Carlos III de España), que se hacía cargo de la herencia familiar como rey. Grandes palacios y colecciones de arte suntuosas se deben a su iniciativa y la de sus sucesores.

Desde la Piazzeta Nilo al norte continuamos por algunas de esas famosas calles napolitanas estrechas, con la ropa tendida entre los edificios y, cuando por fin salimos del entramado urbano heredado de los romanos, alcanzamos la Piazza Cavour. Allí toda visita ha de detenerse un tiempo impreciso a degustar una de las mejores herencias de la dinastía borbónica, el Museo Arqueológico Nacional. Las grandes colecciones de la familia Farnesio, también heredadas por Carlos de Borbón, y los hallazgos de las excavaciones de Pompeya y Herculano, promovidas por el monarca, esperan al viajero, al turista, al estudioso del arte antiguo y cualquier visitante fascinado por las dos ciudades enterradas por el Vesubio.

La otra gran aportación borbónica a Nápoles, y a los amantes del arte de todo el mundo, es el Palacio Real de Capodimonte, algo alejado de allí, en lo alto de una colina. Fue construido por mandato de Carlos de Borbón en 1738 para albergar sus inmensas colecciones, y con los años se convirtió en uno de los mejores museos de pintura y escultura de Italia, que no es poca cosa.

Volviendo al dédalo de calles del barrio antiguo conviene tomar la del Duomo, antiguo cardo de Neápolis, y visitar la catedral. Su fachada neogótica da paso a un conjunto de capillas góticas, naves barrocas y techumbres renacentistas entre las que no falta su leyenda particular, la de San Genaro y su sangre. Y tampoco le falta a la catedral las correspondientes ruinas del subsuelo, restos de basílica paleocristiana incluidos.

La silueta del Vesuvio, amenaza siempre latente para la bahía con el recuerdo de la erupción del siglo I a.C., no ha sido obstáculo para que Nápoles haya ido elevándose sobre sí misma siglo tras siglo. Así, hoy pueden verse diversos enclaves en los que los edificios renacentistas y barrocos se han superpuesto a los medievales, romanos e incluso griegos. Un ejemplo extenso de ello lo muestra la asociación Napoli Sotteranea, que ofrece paseos guiados bajo el subsuelo del centro urbano llenos de rincones interesantes. También subterráneo es el secreto que guarda la magnífica iglesia gótica de San Lorenzo Maggiore: un mercado, mosaicos, una calle con tiendas y un criptopórtico, todo ello romano, entre los que aparecen muros de la Neápolis griega.

Entre tanto edificio de entrañas históricas es recomendable encaminarse sin prisa hacia la Piazza Mercato, un lugar abigarrado de sonidos y gentes. Los puestos de pescado y los de frutas son los reyes de un mercado que se esparce sin orden aparente por las calles aledañas.
Si una vez allí se siente llegada la hora de reponer fuerzas, nada como una pizza; pasta finísima, aliño fresco, hierbas aromáticas y tomates sabrosos dan prestigio a la napolitana. Una delicia, pese a que pueda parecer un tópico viajero. Pero hay que tomarla sin prisas, en una trattoría o en un bar donde lograr una buena jarra de Moretti o un frasco de tinto que la acompañe. La pizza no siempre es sinónimo de comida rápida, sobre todo si uno quiere comerla de calidad.

Queda mucho por visitar. Nápoles y sus alrededores albergan decenas de lugares interesantes y no caben todos aquí, pero dediquemos al menos un rato a las fortaleza del puerto y el Palacio Real. Éste último es un inmenso edificio del siglo XVII en el que se alojaron los reyes borbones y el general Murat, nombrado rey por Napoléon. A un costado la Plaza del Plebiscito intenta parecerse a un gran espacio neoclásico. En el puerto la gran mole del Castel Nuovo es testigo del enfrentamiento mortal entre angevinos y aragoneses. Se construyó en 1929 por orden de Carlos de Anjou, pero una vez que Alfonso de Aragón conquistó Nápoles lo remodeló con arquitectos catalanes y baleares. El arco de la entrada da testimonio de esa victoria. Es obra del milanés Pietro Di Martino, un colaborador de Donatello. Entre dos torreones gigantescos, sus relieves de mármol destacan la influencia renacentista del genio florentino.

Siguiendo la costa hacia poniente encontraremos el Castel dell’ Ovo, pero esa es ya otra historia enredada entre leyendas ¿cómo no?: un huevo que soporta el peso del castillo, los romanos, los normandos, todos mezclados.

De las alternativas para visitar en los alrededores de la ciudad, Pompeya y Herculano son las grandes joyas, pero con frecuencia ensombrecen otros lugares de gran interés en el mismo golfo napolitano. Algo así sucede con Sorrento, un bello enclave que cierra el golfo por el sur. Mucho más olvidados suelen quedar Pozzuoli y los Campos Flégreos, en el extremo norte del golfo. Pequeños pueblos con encanto, lagos costeros, un anfiteatro monumental, acueductos y el antro de la sibilia, profetisa cumana de gran veneración en la Roma clásica; todo ello sobre los restos de un enorme volcán, que a veces da muestras de querer despertarse. En la vecindad de Nápoles, apartados de las rutas más transitadas, los Campos Flégreos son una opción excelente.
La web Destinia facilita la reserva de avión y hotel en Nápoles.

A tener en cuenta para moverse en transporte público por Nápoels y sus alrededores. la tarjeta Artecard, un abono para visitas de museos y lugares arqueológicos, incluye tambien un pase para el transporte público.
Más información en: Unico Campania

 


Jesús Sánchez Jaén
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