MADRID CERRADO
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LAS PIRÁMIDES DEL PASEO

 

Publicado: 24 - V - 2020

En los días más duros del confinamiento, cuando solo se podía salir a comprar comida, y poco tiempo, cuando caminábamos con mirada huidiza, cabeza gacha y preocupación en los ojos, cuando las calles eran un desierto de coches y los cantos de los pájaros ganaban terreno a los ruidos de motores y a la polución, llegar hasta la panadería o hasta la frutería o la tienda de ultramarinos parecía una aventura en tierra de nadie, en una frontera invisible pero palpable en el ambiente. A veces nada más que el sonido de la lluvia acompañaba nuestros pasos; otras el olor a tierra mojada, agradable y sorpresivo en una ciudad que habitualmente solo huele a humo de tubos de escape, hacía pensar que la vida de la ciudad había cambiado. En ocasiones el silencio era tan fuerte que parecía un grito de gentes mudas y asustadas. En esos días, que han sido casi sesenta, cruzar una calle no requería atención especial, pues no había competencia, y los semáforos tenían más de colgante de colores, adornos de una ciudad sin fiesta en la que lucirse, que de reguladores de la vida urbana.

Pero el caminante, el comprador o el recolector de alimentos que no sucumbían al espanto invisible y a la prisa precautoria, tenían una cosa a su favor: la posibilidad de observar el barrio con otra mirada, de ver una cara distinta de sus propias calles y apreciar espacios nunca antes contemplados, o al menos nunca antes pensados. Mis pasos esos días, siempre los mismos, siempre solitarios, siempre espaciados en el tiempo, añoraban otros pasos y otros tiempos, en la ciudad vieja de Damasco, en los barrios medievales de El Cairo, en torno a Monastiraki en Atenas, o en ruta siguiendo los de los soldados de Adriano en su muro britano. Día tras día pasaba por un paseo y un parque vacíos pero no desiertos. Sus rincones y sus aceras mantenían una vida vegetal y animal ajena a nuestras tribulaciones. La primavera lluviosa, más lluviosa de lo habitual como metáfora de un antojo de la naturaleza que quisiese limpiar lo que durante decenios hemos ensuciado y ennegrecido, ha reverdecido cada rincón, cada seto y cada árbol. Los parques infantiles, cerrados al paso, asemejaban bosques en ciernes.
Y sorprendentemente los pasos y el camino me mostraban que la imposibilidad física de viajar no limitaba el viaje, en otras formas y por otros lugares, pero viaje al fin y al cabo. ¿Quién hubiera podido decir que es posible caminar entre pirámides y obeliscos a pocos centenares de metros de un río que no es el Nilo, de un río que durante años casi no parecía tal, encajonado entre muros, desprovisto de vida y de meandros por la mano del hombre? Los vecinos de ese río sabemos que es posible,
seguro que lo sabemos, pero quizá no somos conscientes de ello.

Mis pies en los últimos dos meses me han llevado, inevitablemente, como si estuviesen predestinados a ello, a remontar un camino y desembocar, entre dos pirámides, a un paseo con nombre de mujer y de promesa, Paseo de la Esperanza. El paseo vacío es estremecedor, empinado hacia el corazón de Madrid. Y las pirámides, en su orilla oeste, como Giza, semejan dos montículos de poco fuste, dos hitos sin significado aparente. Aun con ello, la figura geométrica define el apelativo más famoso del barrio, y tener una referencia arquitectónica al antiguo Egipto no es tema menor en esta tierra meseteña alejada hace tanto tiempo de imperios y gestas. Madrid contiene grandes cosas, enclaves interesantes y atractivos variopintos, y esas pirámides y otras geometrías de las inmediaciones, pese a su modestia, tienen la peculiaridad de conectar la ciudad con la corriente egiptizante del siglo XIX y con una cultura arquitectónica de gran bagaje histórico.
Es sabido que la línea 5 de metro, la verde, tiene la estación de Pirámides antes de cruzar el río, que toma nombre de la glorieta homónima, pero en realidad allí no hay ninguna pirámide, nunca la hubo. Sí hay dos obeliscos de granito elevados en el siglo XIX, en 1831, por el arquitecto Francisco Javier Mariátegui para decorar la plaza que daba acceso y salida de la ciudad por el puente de Toledo. Y el habla popular hizo el resto; eso de «obeliscos» no debía resultar cómodo de decir, y se quedaron con «pirámides».

Las pirámides del Paseo de la Esperanza están a unos pasos del conocido como Pasillo Verde Ferroviario, varias calles y plazas que cubren desde los años 90 del siglo XX la línea de ferrocarril entre Príncipe Pío y Atocha. Y es esa cercanía la que justifica su existencia, porque el arquitecto que dirigió el proyecto, Manuel Ayllón, quiso marcar el trazado de la obra con hitos geométricos conmemorativos relacionados con la masonería. Siendo así, las pirámides que faltaban en el barrio para hacer cierto el apelativo popular se pusieron coronando el parque que sustituyó a la estación de Peñuelas, un pequeño apartadero de mercancías que dejó de tener uso a finales de los años ochenta.

En los días sombríos del confinamiento, las pirámides parecían haber ganado entidad ante mis ojos, cuando ningún ruido ni imagen en movimiento, humana, animal o motorizada, distraían la atención. Y con ellas recordé otros obeliscos, y buscándolos encontré otras figuras olvidadas, de significado críptico a decir de los iniciados. Lo primero con lo que me tropecé fue con un grupo de formas geométricas a pocos pasos de las pirámides, justo en el cruce entre el Paseo de la Esperanza y el Pasillo Verde. Un gran icosaedro (veinte lados) de metal rodeado de otros cuatro poliedros más pequeños.

Los poliedros perfectos son conocidos también como sólidos platónicos, por ser Platón a quien se atribuye su primer estudio. En el diálogo Timeo, Platón asocia a cada uno de los cinco sólidos con un elemento de la naturaleza: el tetraedro con el fuego, el hexaedro (o cubo) con la tierra, el octaedro con el aire, el icosaedro con el agua, y el dodecaedro con la obra perfecta de Dios, el universo. En un ensanche de la acera en el cruce de los dos paseos, como queda dicho, el agua es el protagonista (icosaedro) amparado por los otros tres elementos y el universo, que parecen rendirle pleitesía o servirle de guardia. El esquema se repite en cuatro enclaves del Pasillo Verde, al este y al oeste de este punto. En cada uno de ellos destaca a mayor tamaño uno de los sólidos platónicos y el resto le rodean, en riguroso turno. Los enterados juran que el arquitecto Ayllón quiso dejar la impronta masónica repartida igualitariamente en su proyecto. Y puede constatarse desde un extremo a otro, entre Príncipe Pío y la estación de Delicias. En tiempos de confinamiento me resultaba imposible alejarme tanto de mi domicilio, pero los aledaños daban para descubrir más simbología egipcia, o masónica, o como cada cual quiera interpretarla.


Uno de aquellos días las preocupaciones grises dejaron un hueco libre, y por allí se coló el deseo de caminar un poco más de lo fijado. Hacia el oeste por el Pasillo Verde (paseo de Juan Antonio Vallejo-Nájera Botas) había más cosas, pensaba yo tratando de situar los recuerdos. En realidad todo era fácil; los caminos antes frecuentados y ahora casi prohibidos estaban al alcance de la mano, y los objetos crípticos estaban allí, esperando que alguien los hiciese visibles. A unos doscientos metros hacia el oeste desde el icosaedro se llega a la parroquia del barrio, Nuestra Señora de Europa, cerrada por la seguridad de los parroquianos en lo que supone un dramático giro de guion: el lugar otrora refugio ante las catástrofes, donde se buscaba consuelo y se pedía la salvación, convertido en un espacio prohibido más, al nivel de lugares tan mundanos como tabernas, cines o salas de fiesta.

Mas el cierre de la iglesia, de esta en concreto, no ha callado su mensaje, pues en lo alto de una pared, recibiendo al sol en su salida diaria, ostenta un cuadrado mágico que recuerda con insistencia la edad de Cristo. El cuadrado es en realidad una tabla o matriz de cuatro por cuatro, que tiene la peculiaridad de que la suma de los números de cada fila, de cada columna o de cada diagonal da como resultado 33, los años de Jesucristo cuando fue crucificado. Los cuatro del centro también suman 33, y lo mismo sucede con las cuatro sub matrices o sub cuadrados en que puede dividirse el cuadro total. El mensaje es nítido, a los 33 años Jesús dio su vida por todos, pecadores y no pecadores, pero el significante incluye más de un significado.

Los cuadrados mágicos se conocen desde la remota Antigüedad, aparecen en leyendas chinas de hace varios milenios, y griegos y romanos los atribuían propiedades adivinatorias y astrológicas. Cada cuadrado corresponde a un orden o constante mágica (de la fórmula n (n2 + 1) / 2 ), siendo n el número de filas y columnas del cuadrado, que debería ser el resultado que ofreciesen todas sus sumas. Así, en un cuadrado mágico como éste del que hablamos, la fórmula sería 4 (42 + 1) / 2 = 34. Esa fórmula empleó Durero en el cuadrado mágico más famoso que se conoce, el de su grabado Melancolía I. Según un filósofo y alquimista alemán del siglo XVI, Heinrich Cornelius Agrippa, cada cuadrado mágico estaba dedicado a una divinidad del panteón romano (o a un planeta si se prefiere). El de orden 3 a Saturno, el de orden 4 a Júpiter, el de 5 a Marte, etc. Tenemos así que Durero habría creado un cuadrado mágico dedicado a un dios pagano, Júpiter. Juego matemático o filosófico, no sabemos bien, el caso es que nuestro cuadrado incumple la fórmula de la constante mágica: busca y obtiene la cifra 33. Nuestro cuadrado es un calco del que el escultor Josep María Subirach talló en la fachada de la Sagrada Familia de Barcelona en un supuesto homenaje a las creencias masónicas de Antonio Gaudí. Subirach cambió la constante mágica del cuadrado de 34 a 33, para adaptarlo a la edad de Cristo y, en teoría, para incluir un mensaje que incluye los 33 grados iniciáticos de la Masonería. Sin embargo, observando en perspectiva el asunto, bien podría concluirse algo menos rebuscado: que si el orden 4 se atribuyó a Júpiter, dios supremo de los romanos, usarlo restando 1 a su constante mágica y convertirla en la edad de Cristo sería pura y simplemente cristianizar un símbolo pagano, de un dios supremo a otro, como tantas veces encontramos en la simbología religiosa.

Tan larga reflexión a las puertas de Nuestra Señora de Europa no mermó el ansia por caminar y ver con otros ojos y otras circunstancias el barrio. Medio kilómetro de margen me dí, justo hasta la plaza de Ortega y Munilla, dedicada al padre del insigne José Ortega y Gasset. Allí se yergue, a la vista de todos pero pasando desapercibido para la mayoría, un gran obelisco de acero de 30 m de altura de sección triangular, mostrando la leyenda CVPVFM en la cara sur del pedestal, la única que podía ver sin saltarme el limes del confinamiento. A sus pies otro sólido platónico, esta vez un tetraedro (el fuego) rodeado de los otros cuatro.

El obelisco, mucho mayor que los decimonónicos de la glorieta de Pirámides, es uno de los tres que pueden verse sobre el trazado del ferrocarril a lo largo del Pasillo Verde, justo al lado de la estación de tren de Pirámides. Está situado aproximadamente a la mitad del recorrido marcado por los solidos platónicos. En otra de las caras de la base muestra la leyenda LAVS DEO, y en una tercera un texto en latín con nombres y fechas de la inauguración del monumento y la vía.

El día, oscuro como mi espíritu atenazado por la pandemia, amenazaba lluvia. Los pocos viandantes que aparecían me miraban de soslayo, con desconfianza. Solo el carro de la compra podía ofrecerme una coartada para mi presencia en la calle, pero no por mucho tiempo. Decidí que el viaje estaba cumplido. Pero el lector intrigado y andarín puede, una vez acabe la pena de encierro sanitario, continuar camino y satisfacer la curiosidad. Hacia el oeste encontrará dos sólidos platónicos más, uno en la glorieta de Francisco Morano (hexaedro) y otro en la confluencia de Santa María la Real de Nieva y el Paseo de los Melancólicos (dodecaedro). A mitad de camino entre ambos se alza otro obelisco, algo más pequeño que el anterior, en una plazuela de la calle Santa María la Real de Nieva.

En sentido contrario, hacia el este, deberá llegar a la glorieta de Santa María de la Cabeza para encontrar, entre unos pequeños matorrales a la derecha del Pasillo Verde, el sólido platónico que falta, el octaedro. Y luego podrá seguir por la calle Ferrocarril hasta alcanzar la estación de Delicias; ante ella se eleva el obelisco que faltaba en la trilogía del Pasillo Verde. Hay quien dice que el camino no estará completo si no se llega hasta el parque Tierno Galván, en concreto a la escultura llamada Puerta del Sur, porque allí estaría el verdadero centro u origen del proyecto, pero eso ya es otra historia.


 

Jesús Sánchez Jaén
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